La sangre vieja (1)
Las primeras indagaciones que llevó a cabo García de Orellana, junto con la información que le fueron proporcionando algunas personas próximas de su familia -Juan de Solís, entre otros, conocedor en detalle de los movimientos de Gabriel el Viejo-, le llevaron a sospechar que los documentos que manejaron los rivales de su madre no eran reflejo exacto de los originales, sino que éstos habían sido falseados. Tales documentos habían ido a parar a manos de una mujer intrigante, de talante resuelto y fiel representante de su vieja estirpe, que no mostró reparo alguno en aprovecharse, nuevamente, y en beneficio propio, de la trama urdida por Gabriel el Viejo, su tío, manteniendo como resultado a tres generaciones en continua brega con la justicia.
Era esta mujer María Enríquez de Mayoralgo, hija de Catalina de Mendoza, una de las seis hijas de Juan de Orellana, 7º señor de Orellana la Vieja, y de Cristóbal de Mayoralgo, hijo primogénito de Pablo Enríquez de Mayoralgo, 6º señor de la Torre de Mayoralgo. Había contraído matrimonio, como decimos, con Luis de Chaves de la Calzada, descendiente de los Chaves-Orellana, de Trujillo. Hábil para tejer lazos familiares y alianzas con los linajes más poderosos de la nobleza local, procuró el matrimonio de su hija, Isabel de Chaves, con Juan Alfonso de Orellana, 12º señor de Orellana la Vieja. Ambiciosa y obstinada, ejerció sin respiro una fuerte influencia sobre todos los miembros de su acrisolada familia, incluido el 13º señor de Orellana la Vieja, Gabriel Alonso de Orellana, llamado el Mozo, su nieto. A los 60 años de edad, muerto éste sin descendencia, y ansiosa por perpetuar en los descendientes de su nieta Catalina de Mendoza la línea de sucesión al mayorazgo, cayó en la cuenta que, siendo mujer quien debía sucederle, se reproducía en ella la misma circunstancia por la que Gabriel el Viejo había impedido que María de Orellana sucediera a Juan el Bueno, como ya hemos tenido ocasión de ver en capítulos anteriores. Resultaba claro por este motivo que no debía mostrar ahora el documento falsificado, del que se había valido éste en 1549, ni tampoco el original que le podría servir a Catalina, porque eran reclamados por García de Orellana y Figueroa, continuador de la rama a la que se le habían escamoteado los derechos de sucesión.
Por eso, el mismo día en que murió su hermano Gabriel, el titular del mayorazgo de Orellana, Catalina fue enviada por su abuela a la villa de Orellana para tomar posesión inmediata de la fortaleza y de los otros bienes del mayorazgo, lo que a nadie debió extrañar su llegada porque era su lugar habitual de residencia. Cuando llegó doña María a la villa, los documentos que celosamente se guardaban en el archivo del palacio fueron desde ese momento objeto de sus intrigas. La única salida posible, por lo menos hasta ver cómo iban a desarrollarse los acontecimientos en las horas siguientes, era su ocultación, por lo que sin mucho meditar, evocando acaso la reacción de su padre frente a una situación muy parecida cuando ella apenas estrenaba mayoría de edad, ordenó a ciertas personas de Orellana que trasladaran esos documentos a la casa de su hijo Pablo Enríquez de Mayoralgo, en Aldea del Cano.
Tuvo en efecto María en su padre, Cristóbal de Mayoralgo, una conducta en la que inspirarse frente al dilema en el que ahora se veía. Siendo éste hijo primogénito de Pablo Enríquez de Mayoralgo, 6º señor de la Torre de Mayoralgo, y sintiéndose enfermo en una ocasión, aún en vida de su progenitor y viendo cercana su muerte, comprendió que la sucesión al mayorazgo que debía heredar de su padre, recaería ahora en su hermano Francisco de Mayoralgo y Andrada, perdiendo en consecuencia su hija María el derecho de sucesión. Revelándose contra aquella evidencia, entró un día en la casa de su padre y se apoderó con violencia de todas las escrituras del mayorazgo que había fundado su ascendiente Blasco Muñoz en 1320, durante la regencia de doña María de Molina. Arrepentido más tarde de su actitud, escribió en su testamento, fechado en julio de 1546, su intención de devolver los documentos que había sustraído, pero invitando al mismo tiempo a su hermano Francisco que, tras su muerte, contrajera matrimonio con su hija María -su sobrina-, para que la línea de sucesión al mayorazgo que le transmitía no se quebrara, devolviendo así nuevamente los derechos de sucesión a su hija María de Mayoralgo.