La Isla

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jueves, 15 de septiembre de 2011

María Enríquez de Mayoralgo [2]

La sangre vieja (2)

En un principio, María estuvo de acuerdo con la propuesta paterna, pero enfrentando la negativa de su tío Francisco a convertirse en su marido, antes de que éste llegara a ser el 7º señor de la Torre de Mayoralgo en solitario, reunió a sus allegados, y con el empeño y poder de convicción que siempre puso en sus iniciativas, les persuadió de que hicieran cuanto daño les fuera posible sobre las posesiones de su tío. Salieron todos armados a caballo desde Trujillo, acompañados por ciento veinte hombres, entre ellos su tío Gabriel de Mendoza, luego 11º señor de Orellana la Vieja, Juan de Orellana, Alonso de Sotomayor y Juan de Chaves, con dirección al castillo de la Torre del Mayoralgo, situado en las inmediaciones de Aldea del Cano, donde los señores de Mayoralgo tenían el grueso de su cuantioso patrimonio, cercándolo, matando buena parte del ganado y destruyendo cuanto encontraron a su paso.

Ahora se repetía el mismo dilema con el Mayorazgo de Orellana, frente al que se había encontrado María tras la desaparición de su nieto Gabriel el Mozo sin sucesión, teniendo que optar entonces entre la obligación de respetar el derecho de sucesión, en beneficio de la familia ajena a su estirpe y la necesidad de actuar en defensa de la conservación del patrimonio de los Orellana en algún miembro de su familia; entre ceder las escrituras del mayorazgo que mantenía ocultas, que hubieran despejado, ya entonces, el camino de la sucesión a García de Orellana o retenerlas para que su nieta Catalina de Mendoza pudiera suceder. En el primer caso faltaba a la fidelidad que ella sentía deber al linaje de los Orellana, porque García, hijo de Gómez Suárez de Figueroa -hijo segundo del conde de Feria-, desviaría a la postre el mayorazgo de los Orellana fuera del control de su linaje, pero en el segundo, si retenía las escrituras auténticas, su nieta, mujer, y como ya ocurrió con María de Orellana, no tendría ninguna oportunidad para la sucesión.

Tradicionalmente, la autoridad moral y política ejercida por el cabeza de linaje mantenía cohesionado a todos sus miembros en torno a los intereses de grupo, representada en el caso de los Orellana por el titular del señorío, que conservaba como símbolo y representación de esa misma autoridad la “casa solar” de la Alberca, en Trujillo, además de la propia Casa Fuerte, sede del dominio señorial, en Orellana la Vieja. Aunque el espíritu de la época hacía que el poder económico se transmitiera de generación en generación por vía de varonía, generalmente a través del primogénito, cuando esta línea no era exclusiva, extinguida la de varón, ocasionaba un problema de difícil solución en el seno del linaje, que veía de esta forma peligrar la integridad del patrimonio y con ello el poder de influencia sobre la estirpe. Esta es la causa última de la actitud que mantuvo Gabriel el Viejo en 1549, antes incluso de que se produjera la muerte de su sobrino Juan, al tratar de forzar un matrimonio con su sobrina María de Orellana, a la que en un principio reconoció sus derechos de sucesión, tratando de erigirse de este modo en el nuevo jefe del linaje. Como no lo consiguió por este camino resolvió obtenerlo negando el derecho femenino a la sucesión, aunque debió engañar para ello a los jueces, respuesta que hubiera repetido cuantas veces hubieran sido necesarias, más allá incluso de las posibilidades que ello le deparaba para colmar sus ambiciones personales de riqueza y de poder, en defensa siempre de los intereses de la estirpe. Así las cosas, a la muerte de Gabriel el Mozo sin sucesión, María de Mayoralgo afrontó el dilema erigiéndose en valedora de los intereses de los Orellana, en representante de la sangre vieja del linaje que ya no portaba ningún otro descendiente directo varón, y lo hizo con tanta contundencia y decisión que pareció encarnar en su persona todo el valor de la tradición de los Orellana, comparable sólo a la persistencia en la lucha de María de Orellana, la propia madre de García, su contrincante. Quedaba de esta forma polarizada, en la fuerte personalidad de dos mujeres, dos mundos en pugna: la defensa a ultranza de los privilegios de la vieja nobleza, sus derechos adquiridos por sangre representados por la primera y la reivindicación de los derechos emanados de la legitimidad legal, que trataban de abrirse paso lentamente en Castilla, por encima de los privilegios de casta, por la segunda.