La Isla

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jueves, 18 de julio de 2019

Historia del fraude perpetrado sobre una escritura del mayorazgo de Orellana la Vieja

De entre todos los documentos que debí manejar para confeccionar mi monografía sobre los señoríos de Orellana la Vieja y Orellana de la Sierra, publicada en 2005, hice posteriormente una selección de los que sentí de mayor importancia y que publiqué asimismo en una edición aparte bajo el título: “Documentación histórica sobre la nobleza de Trujillo. Siglos XIV-XVIII” (Bubok, 2008). Durante el proceso de selección y su posterior estudio encontré con satisfacción algo singular entre todas aquellas copias que tenían el mismo nombre y contenido: con independencia de la fuente de donde procedieran, todas las escrituras que habían sido copiadas de un mismo original coincidían absolutamente entre ellas, lo que sin duda le añadía un inestimable grado de confianza. Del mismo modo, cualquiera que haya manejado escrituras de este tipo sentirá lo mismo que yo al respecto, un profundo reconocimiento  a cuantos durante siglos hicieron de su custodia, pese a que sin duda primara su interés, un asunto de lealtad a su estirpe y cordura para el futuro. Durante muchos años, estas escrituras sobrevivieron al maltrato, descuido y abandono, como los papeles de familia que se encontraron en las alacenas del torreón circular que aún perdura del Palacio de los Orellana hacia 1728.

En ocasiones, sin embargo, los escribanos no siempre actuaron con la consabida honradez que hemos destacado y alguno de ellos manipuló la copia del original de la escritura de fundación del mayorazgo de Orellana, sometido a la presión de intereses inconfesables como enseguida veremos, falseando su contenido. Conviene en este punto hacer un poco de historia de la familia de los Orellana. Tras la conquista de Trujillo en 1232, el paulatino asentamiento de los Altamirano y Bejarano en las tierras situadas más al sur de su alfoz, junto al Guadiana, culminó con la formación de dos señoríos: el de Orellana la Vieja, concedido por Alfonso XI en 1335 a Juan Alfonso de la Cámara y el de Orellana de la Sierra, limítrofe con el anterior, que recibió en 1375 Alvar García Bejarano por concesión de Enrique II. Los Orellana, titulares del primero, constituyen así una rama de los Altamirano, la familia más influyente de la nobleza local de Trujillo, donde sus miembros más destacados ocuparon tradicionalmente la mayoría de los cargos concejiles de la ciudad. Sus herederos, asentados sobre un lugar conocido como “Orellana”, se sucedieron sin solución de continuidad como titulares del señorío de Orellana la Vieja conforme a la línea sucesoria –según lo establecido en la escritura de Fundación del Mayorazgo- hasta 1549, año en el que se produjo la muerte sin sucesión, en Trujillo, de Juan de Orellana el Bueno, su noveno titular.

Abre esta muerte una larga serie de litigios en el seno de la familia Orellana, comenzando a partir de entonces una intensa porfía por la sucesión al mayorazgo que se prolonga hasta 1614, reflejo de la lucha por retener en el seno de la estirpe de los Orellana el patrimonio y sus privilegios sociales,  encarnándose durante años en dos mujeres esa pugna: doña María de Mayoralgo, portadora y representante de la sangre vieja, que peleó sin tregua por desviar los derechos a la titularidad del señorío para su linaje, y doña María de Orellana, que hizo lo propio por recuperar sus derechos hereditarios al mayorazgo, pese a su condición de mujer, porque con su matrimonio, fuera del linaje, transmitiría todos sus privilegios a la familia del marido, ajeno a los Orellana.

El intrincado cruce de pleitos y demandas, apelaciones, alegaciones y comparecencias en que se vieron  implicados durante casi sesenta años los  supuestos herederos de la familia por esta causa, tratando de acceder contra sus adversarios a la titularidad del mayorazgo en litigio, proporcionó finalmente un importante caudal informativo del que se nutre en buena medida la recopilación de escrituras hoy disponibles.  Considerándose cada uno beneficiario cierto del derecho de sucesión al señorío, con el evidente propósito de adquirir el dominio sobre los bienes del mayorazgo,  disfrutar de sus  rentas y elevar  por ende su  posición social, esas pretensiones hicieron que la documentación de la que disponía cada rama familiar a lo largo de los años se pusiera, de una u otra forma, sobre la mesa de la Chancillería de Granada, consolidando así un extraordinario aporte documental que, pese a la escasa novedad en su contenido, su contexto resultó para mí de una gran utilidad, permitiéndome crear una detallada genealogía de las diferentes ramas familiares en litigio, vinculadas, durante generaciones, al mayorazgo, imprescindible para identificar con nitidez la posición de cada personaje, cumpliendo con suma eficacia la función de guía con  la que podernos mover hoy con desenvoltura por entre la maraña de nombres reiterados y circunstancias cruzadas en el transcurso  de los acontecimientos.


Los documentos

Los documentos a que me refiero son, en su mayor parte, copias de las escrituras más importantes relacionadas con la creación del señorío y posterior fundación del mayorazgo,  pertenecientes todos ellos al Archivo Histórico Nacional y Real Academia de la Historia. Allí aparecen custodiadas, con reiteración, en carpetas de diferentes épocas y motivos algunas de las escrituras más significativas: Privilegio de merced del rey Alfonso XI a Juan Alfonso de la Cámara  (Zamora, 2 de febrero de 1335), Facultad del rey Alfonso XI a Juan Alfonso de la Cámara para fundar mayorazgo a favor de su hijo Pedro Alfonso de Orellana, (Sevilla, 13 de noviembre de 1340), Testamento de Juan Alfonso de la Cámara, (Sevilla, 16 de octubre de 1340),  Fundación del Mayorazgo de Orellana la Vieja a favor de don Pedro Alfonso de Orellana. (Trujillo, 3 de enero de 1341) o el  Privilegio de merced del rey Enrique II a Pedro Alfonso de Orellana (Toledo, 3 de junio de 1369).

Una de las cuestiones que más pronto llamó mi atención fue la total coincidencia de los textos y pese a que unas copias y otras tenían diferente procedencia y de que se hicieron en años distintos y por diferentes escribanos, sólo pude apreciar pequeñas diferencias debidas, en lo esencial,  a ligeras diferencias gramaticales y ortográficas, según los hábitos seguidos por el escribano en cada ocasión, muestra del absoluto rigor con el que fueron tratados siempre los textos originales. Esas copias, o traslados -por utilizar la expresión que se usaba desde tiempos antiguos-, eran frecuentes y se encargaban por diferentes motivos a un escribano público: defender ante la justicia la legitimidad de los derechos de sucesión, avalar derechos patrimoniales, probar la ascendencia o la pertenencia a una determinada estirpe de nobleza, o simplemente, por motivos de seguridad, como hizo, por suerte para nosotros,  Hernando Alonso de Orellana, a la sazón 3º señor de Orellana la Vieja. Temeroso éste por la integridad de los documentos originales en pergamino, mandó hacer una copia de los mismos,  llevándolos en 1423 al corregidor de Trujillo para que mandara realizar un traslado. Tras su lectura y comprobación, el  juez  encargado de validar el documento halló la escritura original “sana y no rota ni canelada ni en parte della sospechosa que por ende que mandava y mando y dava y dio licencia y autoridad a mi el dicho escrivano para que escriviese o fiziese escrevir de la dicha carta original un traslado o dos o mas quantos el dicho Fernan Alfon menester oviese”.

Quedémonos ahora con el hecho de que el escribano que llevó a cabo la copia se llamaba Alvar Gil de Balboa y que las mismas se conservaron siempre de allí en adelante en la Fortaleza de Orellana la Vieja, en manos de los titulares del mayorazgo, asunto al que luego volveremos, porque a partir de entonces su custodia fue considerada siempre responsabilidad de los titulares que se sucedieron en el mayorazgo.

Ocultas en una cesta de espárragos

Sin embargo, pese a la fidelidad con la que se llevaron siempre a cabo esos traslados, en nuestro caso algún escribano se prestó al engaño y a la manipulación, movido por quienes defendieron intereses espurios, porque ese fue el artificio que siguió, auxiliado por su sobrina María de Mayoralgo, Gabriel de Mendoza el Viejo para arrebatar la titularidad del mayorazgo de Orellana la Vieja a su legítima sucesora María de Orellana, tras la muerte de su hermano Juan el Bueno sin sucesión en 1549.

Tradicionalmente, la autoridad moral y política ejercida por el cabeza de linaje mantenía cohesionado a todos sus miembros en torno a los intereses de grupo, representada en el caso de los Orellana por el titular del señorío, que conservaba como símbolo y representación de esa misma autoridad la casa solar de la Alberca, en Trujillo, mientras la casa fuerte, constituía la sede del dominio señorial, en Orellana la Vieja. Aunque el espíritu de la época hacía que la titularidad del dominio señorial y del propio mayorazgo se transmitiera de generación en generación por vía de varonía, generalmente a través del primogénito, cuando esta línea no era exclusiva, extinguida la de varón, ocasionaba un problema de difícil solución en el seno del linaje, que veía de esta forma peligrar la integridad del patrimonio y con ello el poder de influencia sobre la estirpe al desviarse el dominio hacia la familia del marido de la titular heredera, cuando la constitución del mayorazgo específico permitiera sucesión de mujer, como sí lo permitía en el caso de Orellana la Vieja. 


Casa de la Alberca, casa solariega de los señores de Orellana la Vieja. Trujillo.
Esta es la causa última de la actitud que mantuvo Gabriel de Mendoza, llamado el Viejo, antes incluso de que se produjera la muerte de su sobrino Juan, al tratar de forzar con presiones de todo tipo su  matrimonio con su sobrina María de Orellana, a la que en un principio reconoció sus derechos de sucesión, tratando de erigirse de este modo en el nuevo jefe del linaje. Como no pudo conseguirlo por este camino resolvió obtenerlo fraudulentamente, manipulando la escritura de Fundación del Mayorazgo de Orellana, (la misma que había mandado copiar Hernando Alonso de Orellana en 1423, de la que tenemos garantía de veracidad emitida por el corregidor de Trujillo en esa fecha) para que no tuviera así cabida ante la justicia el derecho femenino a la sucesión.

Así las cosas, a la muerte de Juan el Bueno, María de Mayoralgo afrontó el dilema erigiéndose en valedora de los intereses de los Orellana, en representante de la sangre vieja del linaje que ya no portaba ningún otro descendiente directo varón,  y lo hizo con tanta contundencia y decisión que pareció encarnar en su persona todo el valor de la tradición de la estirpe, comparable sólo a la persistencia en la lucha de María de Orellana, la hermana de Juan, su contrincante. Quedaba de este modo polarizada, en la fuerte personalidad de dos mujeres, dos mundos en pugna: la defensa a ultranza de los privilegios de la vieja nobleza, sus derechos adquiridos por sangre, representados por la primera y la reivindicación de los derechos emanados de la legitimidad legal, que trataban de abrirse paso lentamente en Castilla, por encima de los privilegios de casta, por la segunda.

La muerte Juan el Bueno, 9º señor de Orellana la Vieja, aquejado de una enfermedad que ya había puesto sobre aviso a los otros candidatos a la sucesión del linaje, recelosos de que fuera a suceder una mujer, desató toda clase de intrigas y pasiones, especialmente por parte de su tío Gabriel el Viejo, porque la sucesión de su hermana María, casada ya con Don Gómez Suárez de Figueroa (nieto del 2º conde de Feria), desviaría de forma irreversible hacia otra familia el patrimonio legado a los Orellana. Aunque durante un tiempo le sucedió, en efecto, su hermana María, las maniobras que Gabriel de Mendoza puso en marcha para evitar aquella adversidad, abrieron una profunda escisión en el seno del linaje que mantuvo a la familia en pleitos  durante cerca de sesenta años. Lo primero que hizo doña María de Mayoralgo, siguiendo las instrucciones de su tío Gabriel, fue apoderarse de las escrituras originales entrando en la fortaleza de Orellana una noche que María de Orellana estaba con su marido en Zafra, llevándoselas a Aldea del Cano ocultas en una cesta con espárragos que cargaron en una mula, con objeto de hacer una segunda copia que cambiara, frente a los jueces, las condiciones de sucesión contenidas en el documento original de Fundación del Mayorazgo.

Los pergaminos hallados en dos conventos sevillanos

De esta forma se convirtió finalmente Gabriel el Viejo en el 11º señor de Orellana la Vieja y tras él su hijo y más tarde su nieto. Ya en el nuevo siglo, tras la muerte también del 13º señor de Orellana la Vieja sin hijos en 1599, aparece en escena un nuevo personaje, don García de Orellana y Figueroa, hijo de María de Orellana, ya fallecida, impulsando con ahínco en la Cancillería de Granada el pleito que mantenía ésta contra los usurpadores, convencido de que los jueces habían sido burlados en aquella ocasión por quienes les habían presentando una escritura falsa. Para justificar sus razones, don García, gentilhombre de la Cámara de Felipe III,  hizo valer su influencia política y personal ante los jueces solicitando que se llevara a cabo un cotejo inmediato entre las escrituras presentadas en la Chancillería por don Gabriel de Mendoza, las que él poseía  y la copia de los originales de Juan Alfonso de la Cámara firmados por el escribano sevillano Juan Alfonso el Mozo, escritura de la que había hecho copias el escribano Alvar Gil de Balboa en 1423 para Hernando Alonso de Orellana.

Instó así a los jueces a que mandaran localizar el testamento original en los despachos de protocolos notariales de Sevilla, a fin de que pudiera comprobarse que la copia que él tenía, firmada por  Alvar Gil de Balboa en 1423, era una copia fiel  de ese original y que ésta coincidía plenamente con el documento firmado en 1340 por el notario Juan Alfonso el Mozo.  

Tras la persistencia de don García, se puso en marcha entonces un equipo de colaboradores constituidos en comisión, con el exclusivo propósito de localizar, en los correspondientes archivos de protocolo de Sevilla, los documentos que se pudieran encontrar de Juan Alfonso el Mozo. Identificar la firma de este notario se convirtió al punto en el asunto esencial de la investigación. Pero pronto se percataron de que en esa ciudad, lamentablemente, no podrían encontrar ninguno de esos documentos en sus archivos, porque en Sevilla no existía ningún registro de protocolos notariales con anterioridad a 1450.

Pero como a veces acontece y dicta la experiencia de vida, por suerte se abrieron otras puertas, porque el esmero con el que algunas monjas de los conventos sevillanos de Santa Inés y de Santa Maria de las Dueñas cuidaron durante generaciones sus archivos, hizo que aparecieran en su interior algunas escrituras de las que habían sido certificadas por Juan Alfonso el Mozo. En el de Santa Inés, su abadesa encontró un listado de documentos en el interior de un viejo libro de registro y siguiendo ese elenco halló una escritura que resultó ser un pergamino con la letra y rúbrica de Juan Alfonso el Mozo; en el de Santa Maria de las Dueñas se encontraron asimismo otros pergaminos con las mismas características, tipo de letra y signos de rúbrica del mencionado escribano. Cotejados ambos documentos con las copias que tenía el juez que seguía la causa, hallaron con gran júbilo que pertenecían al notario que andaban buscando.

Vistos los papeles, se lanzaron con alborozo sobre los pergaminos, sometiéndoles de inmediato a un análisis minucioso: los dieron por buenos, con los requisitos, “solenidades y testigos que para ser valida se requieren según el uso y costumbre”, comprobando que a las escrituras no les faltaba nada esencial y que sólo mostraban estar algo estragadas y descosidas, pero que “en lo de ser çierta y verdadera la tiene por tal” y entre otros indicios de autenticidad se comprobó que aparecían inscritos en ella cinco testigos, muestra de la importancia que le concedió al documento el escribano que lo hizo como era costumbre en Sevilla, donde para poder otorgar testamento se necesitaban al menos tres escribanos. Por su parte, el cura Pedro López del Corral, que pertenecía a la comisión investigadora, estudió personalmente las escrituras halladas en el convento de Santa Inés, y después de examinar los documentos “aviendole mirado y cotexado con atençion letra por letra rasgo por rasgo y punto por punto le pareçe que las suscriçiones y sinos del dicho testamento y escripturas es todo de una mano y del dicho Juan Alfonso”. Lo mismo hizo con las que se encontraron en el  de Santa María de las Dueñas, y aunque en este caso la letra era más apretada, “por aver menos lugar para estender los dichos rasgos en la dicha escriptura de pergamino” eran sin duda también del mismo escribano.

Se desató por entonces un interés cargado de intriga, que puso en marcha a otras muchas personas ajenas a la comisión. Por su parte, Fernando García Xarillo, secretario de visitas de las monjas sevillanas, realizó así algunas indagaciones más en agosto de 1604, que le llevaron a averiguar que el mencionado Juan Alfonso, al que llamaban el Mozo, era un escribano muy conocido en Sevilla, del que se podían encontrar en el convento de Santa Maria de las Dueñas algunas escrituras más, firmadas junto a los otros escribanos que intervinieron con él en el testamento de Juan Alfonso de la Cámara. El clérigo Antonio Martínez Bueno, mayordomo del cardenal sevillano, también contribuyó en el mismo sentido, diciéndole al procurador de don García que le comunicara a éste, que tras su minucioso estudio, las escrituras de ambos conventos eran iguales a las que había copiado Alvar Gil de Balboa y que coincidían exactamente con las copias que él tenía en su poder.


Comprobada la manipulación hecha en la escritura depositada en la Cancillería, en la que se hacía omisión de las palabras expresadas en la misma sobre los derechos de sucesión referidos a mujer, se resolvió al poco el pleito a favor de Don García de Orellana y Figueroa, poniéndose punto final así al largo dominio del mayorazgo por parte de la rama de Gabriel de Mendoza, al pasar nuevamente la titularidad del mismo a su madre, ya fallecida, casada con don Gómez Suárez de Figueroa. Este quiebro en la línea de sucesión fue sin embargo fugaz, porque tras algunos años más de  reiterados pleitos entre nuevos aspirantes, todo volvería a su tronco primero, al recaer de nuevo la titularidad del dominio -transformado desde 1614 en marquesado- en los descendientes de don Pedro Suárez de Toledo –segundo hijo de Rodrigo de Orellana y Teresa de Meneses- a la muerte, nuevamente sin sucesión en 1609, de don García, al que transitoriamente le sucedido su hermano Gómez de Figueroa y Orellana, obispo de Cádiz y tras él su otra hermana, doña Mencía Manrique de Figueroa y Orellana, que ya figuraba a partir de entonces como marquesa de Orellana en los documentos.