La Isla

La Isla

jueves, 23 de junio de 2016

Hay vida, ahí abajo

Fue Heráclito quien hizo algunas reflexiones sobre la fugacidad de nuestras vivencias afirmando que no le es posible al hombre bañarse dos veces en el mismo río, no solo por el continuo fluir de sus aguas, distintas a cada instante, sino porque nosotros mismos cambiamos cada tiempo. Digo esto porque la vista de algunas fotografías que hace poco hice en Orellana la Vieja, me evocaron recuerdos infantiles que me llevaron sin remedio a medir la gran distancia emocional entre lo que ahora es y lo que antes fue y en este caso no solo entre lo que soy ahora y mi niñez, que con ser mucha, no se compadece lo que también ha cambiado el paisaje –el río-, que tal vez todavía fluye bajo el agua embalsada, sin dejar de ser el río de siempre pero sin permitirse ser hoy el de entonces.




Aquel río creó en mí una fuerte emoción de pertenencia al lugar y hoy esa sensación me permite, como a tantos otros de mi generación, reproducir, como si estuviera usando una moderna visión en realidad virtual, todos los detalles que aún permanecen en mi memoria, por ejemplo el paisaje bajo la isla, que luego se dio en llamar, por razones que no vienen al caso, de La Momia. 





Esa isla era entonces la parte más alta del cerro que culminaba la Huerta del Río, entre dos y tres hectáreas de huerta a orillas del Guadiana, una plantación de naranjos, tan altos, que requerían el uso de una escalera que solo podían manejar entre dos hombres para acceder a su apreciado fruto. Se regaban al estilo árabe, con agua procedente de una alberca en la que siempre había lagartos, ranas, culebras y algún que otro animalillo que no había logrado pasar la noche con buen tino. 



Esa alberca era sustentada de antiguo por una noria con agua del río que ahora vertía por medio de un motor –reciclado, de un coche viejo- pero motor al fin y al cabo, una innovación que reemplazaba al viejo burro moviendo canjilones, con la vocación de adaptarse a unos pretendidos nuevos tiempos de siempre. 



En verano, arropados por sus matas, entre mis escasos siete años flotaba un fantástico aroma a pimiento y tomate que hoy siguen siendo aun una fragancia límite en mis recuerdos infantiles y que aún busco sin esperanza. Hay vida ahí más abajo, porque esas sensaciones hacen brotar un recuerdo que obviamente no consigo reproducir en ninguna toma, pero sí que la motivan.




Qué riqueza de evocaciones cuando encuadro, merodeando por el lugar, una foto sobre el agua ahora. Cuántos chavales de entonces no serán capaces hoy de recordar el agua fría en sus zambullidas veraniegas; cuántos, tal vez más viejos, recordarán su pesca furtiva con aparejos vedados, cuántas mujeres no recordarán aún quizá, su penoso frotar de ropa en el río. Cuántos, aún niños, no recordarán acaso el olor de la harina en el molino, olor del que pese a mi corta edad de entonces, no me siento excluido.



Desde el vado de la Bernagaleja, junto al Molino Viejo, hasta la barcaza que apareaba orillas, desde el Molino de la Gangarrilla, o el de Tamujoso, único aún visible por debajo de la presa, corretean infancias que se reinventan en cada deambular de cualquier abuelo avisado del lugar.




Aquellos primeros años que permanecí en esos parajes, hasta que me fue dado cruzar el Guadiana, los fui descubriendo luego como un verdadero tesoro, porque me ayudaron a reflexionar, ya desde este lado del río, que una parte de esa infancia permanecería para siempre en la otra orilla, a la que de vez en vez me gusta cruzar, en silencio. 



Ahora sé que esa impresión que guardo de ese tiempo me es muy valiosa, no por su brillo –carencias, todos lo sabemos-, que por mucho que uno escarbe en los recuerdos se revelan siempre triviales y de poco interés, sino por el espacio de vital naturaleza y libertad en que tuvo lugar, condiciones nada desdeñables donde asentar el nuevo tiempo que a cada uno nos toca vivir, en no importa ahora qué paraje.