Actualizado el 8/02/2020
Sus pastos se arrendaban habitualmente al monasterio segoviano de El Paular para sus ganados mesteños. Éste y otros arriendos sostuvieron durante generaciones a la familia de los Orellana con cierta holgura, pero ya durante el marquesado, estos ingresos eran casi lo único que permitía subsistir a duras penas a sus titulares.
Ya en 1728, acosado por las deudas, don Juan Geroteo de Orellana y Chacón, 7º marqués de Orellana, se vio empujado a solicitar del rey un crédito por valor de 20.000 ducados (220.588 reales), una considerable suma para entonces, con la que pretendía una inyección de recursos económicos con los que sobrevivir en Madrid y sostener su estatus social con un aparente decoro, porque su patrimonio ya no generaba las rentas necesarias para sobrevivir a sus cuantiosos gastos. Y no era el único que pretendía obtener así nuevos ingresos con los que sostener su dispendioso estilo de vida. Ya lo decía Fray Antonio de Guevara: “en la Corte es llegada a tanto la locura, que no llaman buen cortesano sino al que está muy adeudado”.
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En las cercanías de esa huerta se encontró hacia 1850, en el paraje conocido como Mezquita, una importante lápida de granito, de algo más de un metro de alto, con la siguiente inscripción:
A no mucha distancia, también en el término de Navalvillar de Pela, tenía el marqués otra pequeña finca, la llamada Huerta de Valdelapeña, junto al manantial del Chorrero que da nacimiento al Arroyo de Valdelapeña, situado en un pequeño valle de la parte norte de la Sierra de Pela que da vistas al río Gargáligas. Con una extensión aproximada de unas 12 fanegas de tierra, fue utilizada por los señores de Orellana la Vieja, junto a la Huerta del Rey, como lugar de recreo familiar porque su abundante agua y agradable vegetación, en la que proliferaban árboles frutales y huertas, hacían del pequeño recinto un lugar muy apreciado, sobre todo en contraste con la extremada climatología estival de sus alrededores.
Esta huerta se había incorporado al mayorazgo de los Orellana procedente de una donación testamentaria de don Gutierre de Sotomayor, el maestre de la Orden de Alcántara (propietario de los castillos de la Puebla de Alcocer y Belalcázar) a su hermana María de Sotomayor, esposa de García de Orellana, 4º señor de Orellana la Vieja. Tenía ermita y una casa que en su origen debió estar fortificada. Un hecho curioso es que en la pequeña ermita hubo en su día una campana que en su interior tenía grabada la inscripción: “Soi de Valdelapeña” y que antes de 1728, debido a su ruina, se había reinstalado en el templete que alojaba el reloj del Ayuntamiento de Navalvillar de Pela.
Durante la vigencia histórica del señorío de Orellana la
Vieja, la dehesa de Cogolludo fue
siempre la propiedad rústica más importante del mayorazgo desde que ésta
fuera vinculada al mismo por su 5º señor, Juan de Orellana el Viejo en el año
1487.
Vista de la dehesa de Cogolludo, con la Sierra de Pela, al fondo |
Ya en 1728, acosado por las deudas, don Juan Geroteo de Orellana y Chacón, 7º marqués de Orellana, se vio empujado a solicitar del rey un crédito por valor de 20.000 ducados (220.588 reales), una considerable suma para entonces, con la que pretendía una inyección de recursos económicos con los que sobrevivir en Madrid y sostener su estatus social con un aparente decoro, porque su patrimonio ya no generaba las rentas necesarias para sobrevivir a sus cuantiosos gastos. Y no era el único que pretendía obtener así nuevos ingresos con los que sostener su dispendioso estilo de vida. Ya lo decía Fray Antonio de Guevara: “en la Corte es llegada a tanto la locura, que no llaman buen cortesano sino al que está muy adeudado”.
Aún hay en estos parajes nidos de pájaros |
La verdad es que en esa época, la situación económica para los titulares de un mayorazgo en crisis era en muchos casos francamente difícil. Consecuencia de la desfavorable evolución social, una vez que se hubieran desprendido, por venta, de la totalidad de sus bienes libres, solo les quedaba los ingresos procedente de los arriendos de los bienes vinculados, porque su venta estaba prohibida por ley y sólo les estaba permitido cederlos en herencia a sus nuevos titulares. La dehesa de Cogolludo, por ejemplo, de 7.500 fanegas, tenía en el año 1728 un valor de mercado de unos 480.000 reales, cuando su arrendamiento anual rondaba los 41.500 reales.
En suma, la ruina del marqués de Orellana era absoluta en ese año y su pobreza, palmaria para los vecinos de Orellana, convertidos en testigos involuntarios y sufridores de su hundimiento económico, lo que se venía reflejando año tras año en una total usencia de cuidados en las labores del campo. Nada que ver con el esplendor que hoy muestran estos olivos fotografiados a la derecha del camino de Maribáñez al poco de cruzar el puente de Cogolludo. Se trata de magníficos ejemplares de olivo, que muy probablemente datan de una época anterior a esos años de penuria, pero que hoy se les ve llenos de vida, pese a su edad, por el exquisito cuidado que reciben.
Anciano sí, pero aún me siento vital |
Como a los quince años |
Yo sé que este brío es apreciado por las nuevas generaciones |
No es dolor, ni añoranza del pasado. Simplemente, soy así |
Yo, aquí sigo. Impertérrito |
Siempre lo he dicho, una ladera es un buen sitio..., como cualquier otro |
Agradezco ser el lugar idóneo donde recoger las piedras |
Siempre hemos sido así, y nuestro carácter no ha cambiado |
Tal vez sea yo el más viejo. Pero noto la presencia de los otros como el que más |
Sí, yo soy el de antes |
No quería decirlo, pero siempre me he sentido el delegado |
Aún sigo dando fruto, y si alguno lo quiere, hasta sombra |
Lo habrás notado, los de mi generación, con unos pocos cuidados, nos valemos |
Otra de esas propiedades abandonadas en Cogolludo era la huerta situada en el camino que iba al río, con una casa en la que el marqués de Orellana pasaba largas temporadas, llamada casa de la Huerta del Rey, sobre la que traté con mayor extensión en la entrada del 14 de agosto de 2016. La casa ha sido rehabilitada recientemente por sus propietarios actuales, conservando aún las ventanas originales el escudo del marqués.
Merece la pena detenerse a observar las paredes que limitan el camino que lleva a la casa. Sorprende sobremanera el mimo y esmero con el que están fabricadas, como si se tratara en efecto de una cortesía al estilo de la época.
Pared construida a los márgenes del camino que lleva a la casa de la Huerta del Rey |
No importa dónde me lleve, mientras yo sepa que voy por él |
Un camino acogedor para ir en solitario |
Cada uno a lo suyo, ése es el trato |
GENIO. LACIMVRGAE. NORBANA Q.F. QVINTILLA. NOR[b]ENSIS.
La misma es importante porque ha servido para identificar la antigua ciudad romana de Lacimurga, situada en una de las vías romanas con dirección a Mérida. He aquí una somera muestra de sus ruinas:
A no mucha distancia, también en el término de Navalvillar de Pela, tenía el marqués otra pequeña finca, la llamada Huerta de Valdelapeña, junto al manantial del Chorrero que da nacimiento al Arroyo de Valdelapeña, situado en un pequeño valle de la parte norte de la Sierra de Pela que da vistas al río Gargáligas. Con una extensión aproximada de unas 12 fanegas de tierra, fue utilizada por los señores de Orellana la Vieja, junto a la Huerta del Rey, como lugar de recreo familiar porque su abundante agua y agradable vegetación, en la que proliferaban árboles frutales y huertas, hacían del pequeño recinto un lugar muy apreciado, sobre todo en contraste con la extremada climatología estival de sus alrededores.
Esta huerta se había incorporado al mayorazgo de los Orellana procedente de una donación testamentaria de don Gutierre de Sotomayor, el maestre de la Orden de Alcántara (propietario de los castillos de la Puebla de Alcocer y Belalcázar) a su hermana María de Sotomayor, esposa de García de Orellana, 4º señor de Orellana la Vieja. Tenía ermita y una casa que en su origen debió estar fortificada. Un hecho curioso es que en la pequeña ermita hubo en su día una campana que en su interior tenía grabada la inscripción: “Soi de Valdelapeña” y que antes de 1728, debido a su ruina, se había reinstalado en el templete que alojaba el reloj del Ayuntamiento de Navalvillar de Pela.
Por una de esas casualidades extrañas y cuando ya tenía publicada esta entrada, cuando leía yo un artículo de Juan Carlos Rodríguez Masa. “Los extremeños del siglo de la Razón....”
(XLVI Coloquios Históricos de Extremadura, Trujillo, 2017) advertí una cita extraída
del libro de Segundo Díaz Ramírez: “En
busca de la historia de Navalvillar de Pela” (Don Benito, 1988) que decía
lo siguiente en su pág. 73: “…Antes de marcharse se llevó un famoso reloj que
aún se conserva en una de las torres del Palacio en Orellana la Vieja, debajo
del mismo hay una inscripción que dice: “aunque
me ves que aquí estoy del Valdelapeña soy…”. Y en efecto, en lo alto de la torre principal del
Palacio de los Orellana, en Orellana la Vieja, soportada por medio de una peana metálica había, hacia 1930, una campana, otra campana, que sin duda perteneció también a la
ermita o a la casa fortificada de Valdelapeña que aquí referimos, tal vez adosada al mecanismo de un reloj.
Lo de “antes de marcharse”
se refiere al hecho de que en 1628, don Fernando Pizarro y Orellana, comendador
de la Orden de Santiago, regidor del Concejo de Trujillo y del Consejo de
Órdenes, había
presentado en el Consejo de Hacienda un memorial por
el que solicitaba la adquisición para sí de la jurisdicción de Navalvillar de
Pela, operación que lograron impedir decidida y oportunamente los vecinos del
pueblo, devolviéndolo felizmente a la jurisdicción de Trujillo, por lo que el
dicho Fernando Pizarro y Orellana vio así frustrado su intento de apropiación, debiendo marcharse así del negocio.
Entre las almenas, la campana procedente de Valdelapeña |