La Isla

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miércoles, 3 de febrero de 2010

Introducción a Galería de Personajes Históricos [ 2 ]

Las escrituras, ocultas en una cesta de espárragos

La muerte del 9º señor de Orellana la Vieja Juan el Bueno sin hijos en 1549, aquejado de una enfermedad que había puesto sobre aviso a los otros candidatos a la sucesión del linaje, recelosos de que fuera a suceder una mujer, desató toda clase de intrigas y presiones, especialmente por parte de su tío Gabriel de Mendoza, porque eso desviaría de forma irreversible hacia otra familia el patrimonio legado a los Orellana. Aunque de hecho le sucedió durante un breve tiempo su hermana, las maniobras de Gabriel de Mendoza, ocultando las escrituras originales del mayorazgo y presentando en su lugar ante la justicia una falsificación de las mismas, le convirtieron finalmente a éste en sucesor legal, abriendo de esta forma una profunda escisión en el seno del linaje que mantuvo a la familia en pleitos durante más de sesenta años.

Ya en el nuevo siglo, tras la muerte también sin hijos en 1599 de su nieto Gabriel Alonso de Orellana, 13º señor de Orellana la Vieja, durante el pleito que mantuvo García de Orellana y Figueroa, como hijo de María de Orellana, llegaron a buscarse con ahínco en Sevilla los documentos originales de Juan Alfonso de la Cámara, para hacer un cotejo entre escrituras y comprobar así que las esgrimidas por sus usurpadores eran falsas. Para justificar sus razones, don García, gentilhombre de la Cámara de Felipe III, hizo valer su influencia ante los jueces y solicitó, como prueba de la falsificación que habían hecho sus contrarios en la escritura de fundación y testamento del primer titular, que se hiciera una comprobación con los originales. Instó a los jueces a que mandaron localizar el testamento original de Juan Alfonso de la Cámara en los protocolos notariales de Sevilla, a fin de comprobar que la copia que él tenía, firmada por Alvar Gil de Balboa en 1423, era una copia fiel de ese original y que ésta coincidía con el documento firmado en 1340 por el notario Juan Alfonso el Mozo.
Las correspondientes escrituras que tradicionalmente guardaron los herederos del mayorazgo procedían de la copia que había mandado hacer Hernando Alonso de Orellana. Temeroso de que le pudieran desaparecer el testamento y las escrituras originales de fundación del mayorazgo que su abuelo Juan Alfonso de la Cámara había hecho a favor de su padre, el 3º señor de Orellana la Vieja se las llevó en 1423 al corregidor de Trujillo para que mandara realizar una copia. Tras su lectura y comprobación, el juez halló la escritura original “sana y no rota ni canelada ni en parte della sospechosa que por ende que mandava y mando y dava y dio licencia y autoridad a mi el dicho escrivano para que escriviese o fiziese escrevir de la dicha carta original un traslado o dos o mas quantos el dicho Fernan Alfon menester oviese”. El escribano que llevó a cabo la copia se llamaba Alvar Gil de Balboa y se conservaron siempre de allí en adelante en manos de los titulares del mayorazgo de Orellana la Vieja, hasta que doña María de Mayoralgo, sobrina de Gabriel de Mendoza, las hizo desaparecer una noche de la fortaleza de Orellana, llevándolas a Aldea del Cano escondidas en una cesta llena de espárragos que cargaron en una mula.

Tras la insistencia de don García, se puso entonces en marcha todo un despliegue de colaboradores constituidos en comisión con el exclusivo propósito de localizar, en los correspondientes archivos de protocolo de los escribanos de Sevilla, los documentos que se pudieran encontrar de Juan Alfonso el Mozo. No tardaron en percatarse de que en esa ciudad no podría encontrarse ninguno de esos escritos en los correspondientes registros de protocolo, porque no existía en Sevilla ningún registro notarial con anterioridad a 1450. Sin embargo, el esmero con que las monjas de los conventos sevillanos de Santa Inés y de Santa María de las Dueñas cuidaron durante generaciones sus archivos, hizo que aparecieran en su interior algunas escrituras de las que habían sido certificadas por Juan Alfonso el Mozo. En el de Santa Inés, su abadesa encontró un listado de documentos en el interior de un libro registro y siguiendo los pasos de sus notas halló una escritura que resultó ser un pergamino con la letra y rúbrica de Juan Alfonso el Mozo; en el de Santa María de las Dueñas se encontraron asimismo otros pergaminos con las mismas características, tipo de letra y signos de rúbrica del mencionado escribano. Cotejados ambos documentos con las copias que tenía el juez que seguía la causa, hallaron que eran del notario que andaban buscando. Después de someter los pergaminos a un minucioso análisis, los dieron finalmente por buenos, comprobando que a las escrituras no les faltaba nada esencial y que sólo mostraban estar algo deterioradas por el tiempo, comprobándose entonces que firmaban cinco testigos, muestra de la importancia que le concedió al documento el escribano que lo hizo, como era costumbre en Sevilla, donde para poder otorgar testamento se necesitaban al menos tres escribanos. El cura Pedro López del Corral, que pertenecía a la comisión investigadora, estudió personalmente las escrituras halladas en el convento de Santa Inés, y después de examinar los documentos “aviendole mirado y cotexado con atençion letra por letra rasgo por rasgo y punto por punto le pareçe que las suscriçiones y sinos del dicho testamento y escripturas es todo de una mano y del dicho Juan Alfonso”. Lo mismo hizo con las encontradas en el convento de Santa María de las Dueñas, y aunque la letra era en este caso más apretada, “por aver menos lugar para estender los dichos rasgos en la dicha escriptura de pergamino” eran sin duda también del mismo escribano. Fernando García Xarillo, que actuó como secretario de visitas de las monjas, realizó por su parte algunas indagaciones más en agosto de 1604 y pudo averiguar que el mencionado Juan Alfonso, al que llamaban el Mozo, era un escribano muy conocido en Sevilla, del que se podían encontrar en el convento de Santa María de las Dueñas algunas escrituras más, firmadas junto a los otros escribanos que intervinieron con él en el testamento de Juan Alfonso de la Cámara. El clérigo Antonio Martínez Bueno, mayordomo del cardenal sevillano, le dijo asimismo al procurador de García de Orellana que, tras su minucioso estudio, las escrituras de ambos conventos eran iguales a las que había copiado Alvar Gil de Balboa.



La resolución del pleito, favorable para don García de Orellana, puso punto final al largo dominio del mayorazgo por parte de los usurpadores, al pasar nuevamente la titularidad del mismo a su madre, ya fallecida, aunque casada con don Gómez Suárez de Figueroa, nieto del 2º conde de Feria. Este quiebro en la línea de sucesión fue sin embargo momentáneo, porque tras algunos años de reiterados pleitos entre nuevos aspirantes, todo volvería a su tronco primero, al recaer la titularidad del dominio - transformado desde 1614 en marquesado- en los descendientes de Pedro Suárez de Toledo –segundo hijo de Rodrigo de Orellana y Teresa de Meneses- a la muerte, nuevamente sin sucesión en 1609, de Don García de Orellana y Figueroa, al que transitoriamente le sucedido su hermano Gómez de Figueroa y Orellana, obispo de Cádiz y tras él su otra hermana, doña Mencía Manrique de Figueroa y Orellana.


Protegidas en un arca de nogal
Los primeros personajes que deben aparecer en esta galería de destacados, son todos aquellos que supieron dar valor a los documentos y velaron por su conservación y cuidados. A ellos debemos hoy, sin duda, la información de original más valiosa de la que disponemos. En cuanto a su custodia, sabemos que durante generaciones los papeles que pertenecieron al mayorazgo de Orellana la Vieja estuvieron siempre al cuidado de sus titulares en la casa fuerte del señorío, excepto durante unos cuarenta años que se guardaron en el monasterio de Guadalupe, hasta que a principios del siglo XVI los rescató para sí Rodrigo de Orellana, 6º señor de Orellana la Vieja, que los conservó a partir de entonces en un arca de nogal que destinó a ese menester y que rotuló Escrituras del Mayorazgo. Quien nos lo cuenta es Nuño García de Chaves, marido de Francisca de Orellana, una de sus hijas, que mostró siempre un gran interés por esos papeles que le gustaba hojear cuando iba a Orellana, cuya lectura le permitía mantener de vez en cuando con su suegro animadas conversaciones cuando iba a visitarlo a su casa de la Alberca en Trujillo, donde también veía a su padre Juan de Orellana el Viejo. Era éste también motivo de conversación con otros caballeros de la ciudad, o con los criados y mayordomos de su suegro, porque le gustó siempre hacer todo tipo de averiguaciones sobre los antepasados de su familia.


Contó una vez que, recién casado, estando en cierta ocasión en Orellana la Vieja, le invitó su suegro la noche anterior a una cacería, pero como la mañana siguiente amaneció con un gran temporal de agua y viento, resolvió su anfitrión proporcionarle otro entretenimiento: “teniendo concertado con el dicho Rodrigo de Orellana su suegro de yr a ballestear al coto de Castilnueuo que tenia acotado el maestre don Juan de Zuñiga reboluio el tiempo con tantos ayres que el dicho Rodrigo de Orellana dixo a este testigo: pareceme que no haze tiempo de yr a ballestear pero quiero daros otro pasatiempo con que os holgueys mas que con la ballesteria”. Le acompañó intrigado, mientras le explicaba que, recientemente, habían hallado en el monasterio de Guadalupe un arca con las escrituras del mayorazgo que acababan de devolverle -seguramente por mediación de fray Francisco de Meneses, hermano de su esposa Teresa de Meneses, que durante ese tiempo estuvo en el monasterio jerónimo-. El arca tenía en la parte superior un letrero que decía: Escrituras que pertenecen a la casa de Orellana. Le entregó la llave y le hizo sacar todos los papeles. Allí estaban las escrituras de privilegios, mercedes, fundaciones, testamentos y cartas de poder selladas y plomadas, pertenecientes a los señores de Orellana la Vieja desde los tiempos más remotos, entre las que se hallaba un memorial sacado de aquellos documentos por el licenciado Villalba, notario de Villanueva de la Serena, nombrado por el maestre de Alcántara don Juan de Zúñiga. Sobre este particular confesó don Nuño en el año 1555, cuando ya tenía 71 años de edad, que había sido su abuelo Gil González quien se había llevado las escrituras al monasterio de Guadalupe con el fin de ponerlas a recaudo, porque los responsables de la familia eran entonces muy jóvenes para ocuparse de esas cuestiones, precaución que hoy no sabríamos como pagar si no fuera con un agradecido reconocimiento. Cuando murió su suegro en abril de 1509, su mujer, Teresa de Meneses, le puso al cuidado de todas las escrituras que había en el arca, junto con los demás documentos que tenían sobre rentas, impuestos y otros asuntos de la familia. Todos fueron, en aquella ocasión, debidamente clasificados y rotulados por su mano, separándolos en paquetes independientes. Sin embargo, la primera catalogación minuciosa de los documentos la hizo en 1533 doña Isabel de Aguilar, organizándola en 269 apartados, tras observar los primeros movimientos para desviar la línea sucesoria que, tras la muerte de su marido, recaería sobre su hijo Juan de Orellana el Bueno, gravemente enfermo.

Abandonadas, finalmente, en ocho alacenas de la Casa Fuerte de Orellana

A partir de aquí no volvemos a tener noticias del paradero de los papeles del mayorazgo hasta el año 1728, en que los encontramos de nuevo en la vieja fortaleza de Orellana la Vieja. A finales de ese año, el alcalde mayor de Trujillo, don Joaquín Antonio de Tapia había ordenado llevar a cabo una minuciosa inspección en todas las propiedades del marqués de Orellana, porque en ese tiempo había solicitado éste un censo de 20.000 ducados para restaurar su maltrecho patrimonio, dando pie a que el Consejo Real ordenara hacer una inspección con la que evaluar una respuesta a su petición. Tales visitas nos han proporcionado una extraordinaria información de primera mano, porque fueron realizadas precisamente con el propósito de perfilar una completa y cabal imagen del estado de su patrimonio, mostrándonos por medio de sus pesquisas el estado real de conservación en que se hallaban todos los bienes del marquesado, el valor estimado de su patrimonio y el de sus rentas. Por medio de esas visitas conocemos el lamentable estado en que se hallaron los documentos en su archivo. Colocados en ocho alacenas de madera empotradas en la pared, situadas en una pequeña sala ovalada de la Casa Fuerte de Orellana, se guardaba con descuido en su interior la documentación del mayorazgo. Durante la visita de inspección, el juez requirió la presencia del administrador y durante la misma “se paso a reconozer el archibo en que estan los papeles pertenecientes a este estado [...] y dentro se encontraron alrededor del obalo ser ocho alazenas embutidas en la misma pared sin cubierta ni suelo de madera y enella indistintamente y con confusion todos los papeles y unos dellos rotos y otros podridos de la umedad que recalando las mismas paredes maestras con el transcurso y descuido delos administradores o personas a cuio cargo debio estar...”. En esas hornacinas se guardaban las más importantes escrituras relativas al señorío de Orellana. Allí estaba el Privilegio de merced del rey Alfonso XI concedido a Juan Alfonso de la Cámara ( 1335), la Facultad del rey Alfonso XI a Juan Alfonso de la Cámara para fundar mayorazgo a favor de su hijo Pedro Alfonso de Orellana (1340), la Fundación del mayorazgo de Orellana la Vieja a favor de don Pedro Alfonso de Orellana (1341), la Confirmación del rey Pedro I del mayorazgo a Pedro Alfonso de Orellana (1352), por citar sólo unas pocas. El estado de la documentación era en efecto deplorable, como el resto del patrimonio del marqués, pues el deterioro de la fortaleza medieval era sólo la manifestación más elocuente de su ruina y la mala conservación de los documentos, su símbolo más destacado. Probablemente fuera aquella la última vez que se hubieran podido manejar los originales que aún quedaran.


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