Era la primera vez que trataba de hacer algunas fotos oculto en mi pequeña tienda de camuflaje. Llegué todavía de noche a los arrozales de Casa de Hitos; dejé el coche un poco alejado para que pasara lo más desapercibido posible y me llevé los bártulos que me harían falta: el telescopio con la cámara ya acoplada, una pequeña silla, la tienda, el trípode, un termo y un pequeño bocadillo de jamón que luego me supo a gloria y una pequeña botella de agua. Me instalé y pude ver, ya cómodo, las últimas estrellas, poco antes de que el Sol se anunciara con las primeras luces del alba. Lo primero que me llamó la atención fue el estruendo que hacían las grullas según iban llegando, sobrevolando el espacio donde yo estaba. Estoy seguro que desconfiaban del bulto extraño que veían en el suelo, aunque me había colocado junto a un pequeño árbol, porque ninguna se posó cerca, aunque pude hacer algunas fotos interesantes al vuelo; ahí fue donde eché más en falta un buen teleobjetivo, porque para esos menesteres es mucho más versátil. Bueno, ya habrá ocasión un año de estos, aunque como siga así tendré que pagarlo con la pensión de jubilado.
Pasé un par de horas sin nada a la vista que no fueran las grullas que comían a lo lejos. Alguna vez contaré la historia de Rodrigo de Orellana, -sexto señor de Orellana la Vieja-, cuando quiso apoderarse en 1506 de los pastos de la dehesa Torre de los Hitos -de la que Casa de Hitos seguramente formaría parte- y cuyas rentas percibía anualmente como dote su mujer Teresa de Meneses, y la violencia que ejerció contra los guardas que envió para su defensa Hernán Álvarez de Meneses, su cuñado, legítimo propietario. Tras un buen rato en el que disfruté de las luces que formaban los primeros rayos de sol en aquella vega, me sorprendió la presencia de un animal que se acercaba con mucha lentitud; luego supe que era un avetoro, un ave sumamente escasa y en franco peligro de extinción. Vive en carrizales húmedos, donde caza pequeños animales que le sirven de alimento.
No sólo me sorprendió su presencia, mucho más su comportamiento. Caminaba muy lento y de vez en cuando, como que desaparecía en los surcos del arrozal, dejándose casi caer de espaldas, como dormido, para luego incorporarse de nuevo con el pico muy abierto, como si estuviera tragando alguna presa. Francamente, quedé admirado de su forma de cazar.
Mientras aún tenía el avetoro en mi objetivo, una garcilla cangrejera se había posado a pocos metros, a mi espalda. Debería estar muy a lo suyo, porque tuve que hacer verdaderas contorsiones para ponerme en posición sin delatarme en demasía.
El avetoro se había alejado y por mi parte yo había aprovechado ya todo cuanto cabía esperar de su presencia mientras lo tuve a tiro, así que pude dedicarme durante los minutos siguiente a la garza, que aunque se había colocado tras un seto, me ofrecía una visión perfecta. Aquella nueva aparición me hizo sentir que había merecido la pena la espera, incluso antes de que emprendiera de repente su nuevo vuelo.
Luego, en el mismo seto tras el que se escondió la garza, vino una abubilla a picotear el terreno. Terminó de alegrarme la mañana y a eso del mediodía regresé a casa con la sensación de que había sido un buen día y que por supuesto, no tardaría en volver.
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